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LA GUERRA TERMINA DONDE
COMIENZA LA POLÍTICA

William Ospina

El gobernador Gaviria emprende una marcha hacia Caycedo, para sostener a los ojos de Colombia y del mundo su voluntad de paz y su filosofía de la no violencia. Los guerrilleros detienen la marcha, fingen aceptar un diálogo, y tramposamente lo retienen con sus acompañantes. Aunque saben que el gobernador es un firme partidario de la negociación, que podría ayudar con su poder, su pensamiento y su influencia sobre la comunidad, al avance de los diálogos políticos, los guerrilleros lo ven apenas como objeto de intercambio, un miembro de las clases dirigentes colombianas que pueden canjear por guerrilleros presos. Así se sacrifica una opción política en aras de una torpe maniobra militar. Durante un año, un hombre que habría podido continuar con su esfuerzo generoso en favor de sus conciudadanos, y que discrepaba de la voluntad guerrerista que se abría camino en Colombia, es apartado de sus funciones y arrastrado como rehén por la maraña de las selvas colombianas. Así se sacrifican la inteligencia y la generosidad en función del cálculo y del resentimiento.

Arrecia el conflicto. El nuevo gobierno se niega a aceptar que se trate de una guerra, y prefiere declarar bandidos y matones a quienes pocos meses atrás el gobierno anterior presentaba al mundo como interlocutores políticos y como la contraparte de una negociación que pretendía detener una violencia de cuatro décadas. Algunos gobiernos vecinos se niegan a declarar terroristas a los guerrilleros, con el argumento de que en Colombia los gobiernos cambian mucho de opinión. Aunque el actual considera a los insurgentes meros bandidos con los que sólo se puede negociar la rendición, no saben qué pensará el próximo gobierno, y quieren dejar una puerta abierta para mediar en un diálogo posible. Se apoyan en el hecho de que varios expresidentes, el clero y sectores importantes de la opinión nacional siguen pensando que el diálogo es el único camino creíble para resolver el conflicto.

A contravía de su discurso revolucionario, la guerrilla persiste en utilizar como uno de sus instrumentos de lucha el que más la descalifica ante la comunidad internacional y el que más la hace temible y desconfiable a los ojos de la propia comunidad nacional: el secuestro. El sufrimiento de oficiales y soldados retenidos durante años en precarios campamentos, y el sufrimiento más injustificable todavía de los civiles secuestrados cala profundamente en la sensibilidad de los colombianos y muestra a la guerrilla como un ejército implacable que ve su enemigo no en las instituciones sino en los individuos, casi todos de origen humilde, y que no muestra ninguna sensibilidad ante su sufrimiento. Tal vez los guerrilleros piensan que si ellos son capaces de soportar las durísimas condiciones de la selva, de la errancia y del peligro, cualquiera puede hacerlo, olvidando que si ellos están en el monte por su decisión y por su convicción, los secuestrados están condenados contra su voluntad a un infierno de soledad y de ausencia.

Una serie de rescates exitosos por parte de la fuerza pública estimulan en el gobierno la confianza en que el fortalecimiento del ejército les permitirá poner en libertad a los secuestrados. No ignora, sin embargo, que muchos intentos han terminado en catástrofes como la del Palacio de Justicia, donde un gran operativo militar terminó en la muerte casi plena de la Corte Suprema, y dejó herida a la justicia por décadas.

También existe el precedente de la muerte, en un operativo de rescate, de la exministra Consuelo Araújo. Se diría que las principales condiciones para un operativo de rescate deben ser el sigilo y la sorpresa, para impedir que los rehenes corran peligro, y para no alertar ni desquiciar a sus captores. El operativo de rescate del gobernador Gaviria, de su asesor de paz Gilberto Echeverry, y de los jóvenes oficiales que los acompañaban, parecía más un acto de guerra frontal, con el sobrevuelo de un enjambre de helicópteros sobre un campamento ya bien ubicado, y hasta había previsto altavoces para instar a los insurgentes a la rendición. Creo que la vida de dos influyentes personalidades y de varios oficiales habría merecido un poco más de cautela, sobre todo cuando el gobierno nos repite sin fin que los guerrilleros son seres desalmados que matan sin escrúpulos. Creo que el operativo fue un error y que la manera como se dio no garantizaba la vida de los secuestrados, y ello no borra los valerosos rescates que los organismos estatales han realizado.

Es un error persistir en la idea de que la guerra es la solución a la guerra, y dejar en manos de la retaliación y de la venganza un problema que requiere inteligencia, estrategia y altas consideraciones filosóficas y sociales. Sabiendo que los adversarios son capaces de decisiones crueles e implacables, no se pueden organizar operativos sobre la base de que la guerra no existe, o de que esos adversarios, cuya condición de guerreros se niega, van a respetar los códigos de honor de la guerra. A ese mal cálculo debe hoy Colombia su duelo por unos seres valiosos porque son colombianos, por el porvenir que había en ellos, por los aportes que pudieron brindarle a una sociedad acorralada por la violencia.

Todos los datos a nuestro alcance nos dicen que los guerrilleros asesinaron a sangre fría a sus víctimas. Muy pocas veces en la historia la guerrilla ha sido capaz de salir y decirle al país que ha cometido un error. Y me temo que el gobierno y las fuerzas armadas tampoco lo hacen. Esta guerra se caracteriza porque nadie cree en nada de lo que hace o dice el adversario. En general los colombianos no parecemos capaces de creer en la verdad del otro, y a veces ni siquiera en las evidencias de la realidad. La guerrilla no creyó en el pacifismo del gobernador Gaviria, que era el más genuino pacifismo que he conocido. El gobierno no cree que la guerrilla esté librando una guerra, y prefiere pensar que son un grupo de matones sin rumbo. El ejército no creyó que sus helicópteros alertarían a los guerrilleros y menos aún que estos cumplirían su amenaza de ejecutar a los rehenes. Los guerrilleros no creyeron que el gobernador y sus acompañantes merecieran vivir, cuando ya no podían llevarlos consigo, y añadieron su ejecución implacable al cobarde crimen de haberlos retenido por un año en la inermidad y en la angustia. Es por esa cadena de cegueras y de sorderas que la guerra colombiana no parece tener fin.

Pero ahora quiero hablar sólo de una responsabilidad, la que nos compete a todos, no con lo ocurrido, sino con lo que todavía habrá de ocurrir en la sociedad colombiana. Creo que el país tiene el deber de preguntarse cuándo unas acciones violentas configuran una mera barbarie de matones y cuándo configuran una guerra. En últimas, cuántos enemigos internos debe tener una sociedad para dejar de considerarlos bandidos y empezar a considerarlos guerreros. Hace unos años, en una sesión del Congreso trasmitida por la televisión, el general Bonnet explicaba que no es que las fuerzas armadas no actúen, no den de baja guerrilleros, no capturen combatientes, sino que por cada guerrillero que se da de baja o se captura la sociedad colombiana produce dos o tres. No era indispensable que el general lo dijera, todos conocemos la situación de angustia y de sinsalida de la mayor parte de la sociedad colombiana. ¿Por qué otros países pobres no tienen guerrillas? ¿Por qué hay insurgencia donde hay más condiciones de desigualdad, de falta de oportunidades, de arrogancia de los privilegiados frente a los desposeídos? ¿Cuánto tiempo será sordo el Estado colombiano ante quienes decimos que Colombia requiere reformas profundas, más respeto por la gente, un Estado que crea más en la justicia para que tenga que creer menos en la violencia? Si el Estado colombiano asumiera sus responsabilidades y comenzara a pagar la creciente deuda social que lo carcome, tal vez no tendría siquiera que negociar con guerrilla alguna, porque impediría que Colombia siga siendo un nido de resentimientos y un semillero de guerrilleros y de delincuentes.

Hablando del intercambio humanitario, el presidente Uribe Vélez ha declarado que no puede dar la libertad a cincomil guerrilleros presos que hay en Colombia. ¿No son mucho cincomil presos políticos en una democracia? Y si a esos se añaden los mil o más que se han reinsertado, y los veintemil o más que están combatiendo en los campos, secuestrando, matando, conspirando una revolución imposible, y si se les añaden todavía los paramilitares y los delincuentes ¿no son demasiados ciudadanos en conflicto con la ley? ¿Dónde termina la delincuencia y empieza el conflicto social? ¿Dónde termina la labor de las cárceles y empieza la labor de la alta política? Si nos equivocamos en eso, no terminará el largo duelo de la nación colombiana.

Nunca veré un símbolo de la civilización que merecemos en ninguna política que pretenda entusiasmarnos con listas de colombianos dados de baja. Matar colombianos, aún de los peores, no puede ser la prueba de una política que resuelva los problemas del país. Hablo con lágrimas en los ojos ante los despojos venerables del gobernador Gaviria y de sus compañeros. Hablo en nombre de los que creemos en la civilización, en la democracia, en el respeto por los demás, en el reclamo más profundo que hace cada día Colombia: no un reclamo de opulencia, no un reclamo de propiedad, no un reclamo de victoria, sino un elemental reclamo de dignidad. Hablo en nombre de los que andamos desarmados, de los que procuramos no ser una amenaza para nadie, de los que cualquiera puede matar en cualquier parte.

 

 

 

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